Antonio E. Silveyra |
viernes, octubre 23, 2020 |
El hombre que con el correr del tiempo se convertiría en el último alcalde, llego a la villa de calles polvorientas y casas chatas en una tarde de enero del año 1940, en una de esas tardes de verano en que el sol parece detenerse sobre las cabezas calcinando todo lo que encuentra a su paso y en conjunción con el ulular ensordecedor de las chicharras que atronaban el aire y el ambiente, luego de algunas horas de viaje y con el cuerpo entumecido a causa del duro asiento del vagón de segunda clase del ferrocarril Urquiza que lo transportaba, venía ensimismado en sus pensamientos, tal vez analizando un futuro incierto y observando por la ventanilla entreabierta el agreste y cautivante paisaje del monte de ñandubay y espinillos del norte de la provincia de Entre Ríos.
Ocasionalmente sacaba su cabeza por la ventanilla para aspirar el aire fresco y puro del campo y cerrando los ojos imaginaba ser parte de esa naturaleza única y hechizante, luego miraba hacia atrás divisando el ultimo vagón del tren que formaba un largo y constante arco esquivando las suaves lomadas características de la región y como un reptil que se contorneaba y avanzaba sorteando obstáculos, saltando arroyos y riachos y escupiendo humo negro como un geiser oscuro hacia las nubes.
El chillido de los frenos en las ruedas metálicas le repercutía en sus dientes y en su cerebro y le anunciaba que llegaba a destino, como un gigante ciclópeo que caía a tierra derrotado el tren detuvo su marcha y el ultimo alcalde, con la tranquilidad y parsimonia que lo caracterizaba, descendió hacia el andén y lentamente caminó hacia la calle, en donde se detuvo unos instantes, como si el candente sol le interpusiera una barrera infranqueable, con la cabeza erguida y el cuerpo rígido miraba sin ver hacia el otro extremo de la calle y sin saber exactamente que hacer o hacia adonde dirigirse.
Así el último alcalde llegaba para quedarse al pueblo que lo acogió, que le brindó posibilidades de trabajo y fundamentalmente le brindó una familia razón por la cual decidió hacer suyo el lugar adonde llegaba.
En ese momento distaba mucho imaginarse que en el lugar que acababa de llegar, con el correr del tiempo seria el comisario, sería el jefe de registro civil, seria ocasionalmente juez de paz (cuando el juez de paz titular estaba de licencia), seria procurador municipal, también supliría las funciones de un agrimensor y de un escribano hasta que estos profesionales llegaran y se establecieran en la villa, y por último y lo que menos se hubiera imaginado, que se convertiría en el último alcalde.
Finalmente y absorto en sus cavilaciones se sentó en el verde banco anatómico bajo el alero de tejas de la estación a esperar el único auto de alquiler que iba y venía transportando a los ocasionales pasajeros, para que lo lleve a alojarse en algún lugar de la villa.
Al poco tiempo de llegar ingresó a trabajar en la policía de Entre Ríos en la cual y debido a su preparación y hombría de bien logró en pocos años llegar al grado de comisario.
También a poco de llegar se pone a disposición y desinteresadamente del presidente de la JUNTA DE FOMENTO que existía en ese entonces don Juan Seghezzo, por aquellos años todavía no existía la municipalidad como tal.
Con el correr del tiempo luego de retirado de la policía pasa a ocupar el cargo de PROCURADOR MUNICIPAL.
Al año siguiente es designado JEFE DEL REGISTRO CIVIL y luego de 3 o 4 años de ejercer este cargo se acoge al beneficio de la jubilación y posteriormente es nombrado ALCALDE de la villa.
En esa época en los pueblos existían los alcaldes los cuales eran personas honorables, que hacían las veces de mediadores entre el municipio y los vecinos o entre vecinos ante cualquier controversia que se presentara.
Además siendo alcalde trabajaba como gestor en su casa de calle Dónovan, de gruesas paredes de ladrillos asentadas en barro, la vieja casona que hacía las veces de gestoría y de museo histórico.
En la habitación que daba hacia la calle se exhibían fusiles y armas de la época de las invasiones inglesas y de la revolución de mayo, se cree que fueron las primeras armas de fuego ingresadas al Rio de la Plata y que fueron arrebatadas a los ingleses durante la invasión, se podía leer claramente la marca Tower en estos fusiles de un solo tiro y cargados por la boca y con una bayoneta en la punta del caño, la que se usaba cuando en el combate se llegaba al enfrentamiento cuerpo a cuerpo y que en las fechas patrias adornaban las vidrieras del centro alusivas a la misma.
Quizás estas armas acompañaron a San Martín y a sus granaderos en el combate de San Lorenzo, o en Chacabuco y Maipú con el ejército de los Andes, dándole la independencia a Chile, o tal vez acompañaron a Belgrano en las batallas de Vilcapugio y Ayohuma.
También es posible que estas armas hayan sido empuñadas por los federales de Pancho Ramírez en sus luchas por la creación de la efímera República de Entre Ríos.
Lanzas, espadas y banderines rojos de los caudillos federales adornaban un extremo de la habitación como así también en el otro extremo y sobre estantes de madera se podían ver colecciones filatélicas y monedas y medallas antiguas, monedas de plata de un gran valor histórico y que fueron las primeras en circular en el virreinato del Rio de La Plata.
Se destacaba la espada del Coronel Gallegos, antepasado del último alcalde y que formó parte del ejército de Urquiza, de legítimo acero Solingen Alemán y con una empuñadura de marfil cubierta en bronce labrado.
Al costado, en el interior de un armario de madera de cedro cincelado se encontraban documentos manuscritos con el sello de lacre de la provincia de Entre Ríos y con la firma de los gobernadores Domínguez, Antelo y Racedo, documentos que eran enviados al Coronel Gallegos.
El último alcalde no poseía máquina de escribir y cuando tenía que realizar alguna nota se dirigía hacia la comisaria la cual había sido su segundo hogar por varios años, en donde gustosamente se la prestaban.
Yo lo acompañaba algunas veces, mis pies pequeños hacían piruetas en el camino saltando en las veredas de ladrillo, jugando una rayuela imaginaria y esquivando charcos dejados por la lluvia.
Mis ojos de niño se regocijaban al llegar a la esquina del bar de don Britos pues impacientes y exultantes buscaban en los intersticios formados en la pared de ladrillos sin revocar a los gorriones que revoloteaban y hacían nidos en la misma.
El bar de don Britos era la parada obligada en donde el ultimo alcalde entraba y me compraba los caramelos que estaban en la caramelera de frascos largos y cuadrados que se apilaban en un extremo del alto y curvo mostrador en donde los parroquianos se acodaban a tomar su diario aperitivo.
Luego de obtenido el preciado tesoro de caramelos corría hasta la esquina de la plaza alambrada con alambres de púas por sus cuatro costados para que los animales sueltos no penetren y esperaba haciendo girar el molinete de la esquina la llegada del ultimo alcalde que como era habitual pasaría a saludar a su amigo don Germán Igarza, el verdulero de enfrente del registro civil y que se había convertido en el testigo obligado de las personas que a diario llegaban a inscribir un nacimiento.
El acta de nacimiento requería al menos de dos testigos y don Germán Igarza por su cercanía al registro civil siempre estaba dispuesto para atestiguar cuando faltaba un testigo y cuando por cualquier motivo se lo requería, llevando de esta manera más de 500 actas de nacimiento firmadas.
El ultimo alcalde llegaba con su paso cansino y así cruzábamos la plaza hasta la esquina de Paraná y Antelo en donde se encontraba la comisaria y en donde el agente de prominente barriga se cuadraba y mediante la venia le ofrecía los respetos hacia el ultimo alcalde, quien se acomodaba frente a la negra máquina de escribir a realizar su nota, mientras tanto yo me inmiscuía en el interior de la comisaria, explorando todos los rincones, como si buscara un tesoro escondido, a excepción del oscuro lúgubre pasillo que conducía a los calabozos y que me causaba cierta repulsión y temor.
A diario desfilaban en la gestoría del ultimo alcalde innumerables personas que llegaban de las zonas rurales y ataban sus caballos y sus carros en el palenque o en los arboles del frente, a realizar trámites varios que el ultimo alcalde se los cumplimentaba gratuitamente, sin cobrar un solo centavo, quienes en agradecimiento a la bondad y a esta acción desinteresada, para navidad o fin de año llegaban trayendo un cordero, una gallina, un pavo o un lechón, como obsequio, los cuales eran soltados en el fondo del patio de la vieja casona entre los malvones y las magnolias.
Cierta vez acompañe al último alcalde a realizar la medición o mensura del campo de los Toffoli situado en el apeadero Brigido Cainzo. Salimos a la mañana con rumbo a la estación del ferrocarril a esperar el tren que nos llevaría.
Al llegar al apeadero, don Toffoli esperaba ansiosamente la llegada del último alcalde que esta vez hacía las veces de agrimensor.
Sin pérdida de tiempo y mientras don Toffoli obsequiaba su mate amargo nos dirigimos a un extremo del campo en donde desplegamos la cinta metálica de 100 metros de longitud y clavamos en el suelo húmedo el primer jalón para comenzar la medición.
Así avanzábamos extendiendo la cinta y jaloneando el campo ante la mirada expectante de don Toffoli.
Las puntas rojas de los jalones se entremezclaban en la espesura del monte como cardenales de copete colorado saltando entre las ramas de los árboles.
Luego del mediodía y de saborear el rico asado de cordero que esperaba en la parrilla continuamos con el trabajo para terminar alrededor de las 6 de la tarde para luego encaminarnos hacia el apeadero cuando ya se perdía el sol en la lontananza rumbo al ocaso.
El tren no se detenía en el lugar sino se le hacía señas con un farol o linterna que el conductor divisaba en la noche indicándole que había alguien esperando.
Solo teníamos un diario que encenderíamos cuando el tren se aproxime.
Al poco rato se escuchó en la lejanía el sonido del tren que se aproximaba y el último alcalde se dispuso a encender el diario, cosa que no logró hacer porque el viento reinante le apagaba el encendedor.
Desesperados le hacíamos señas al conductor del tren para que se detenga, por suerte a último momento el conductor nos vio y el tren comenzó a disminuir su velocidad, logrando parar aproximadamente a 200 metros del apeadero, montados sobre las vías comenzamos a correr hasta alcanzar el tren que nos esperaba en la negra noche como lanzando un salvavidas a un náufrago en el mar.
Ya hace muchos años que el ultimo alcalde se nos fue y que es imposible olvidar a ese hombre que enseñaba con el ejemplo, que transmitía su paz, que contagiaba su calma, a ese hombre que trataba a todas las personas por igual, al hombre que llamaban DONOMAR (todo junto) pues el DON estaba amalgamado, amarrado, fusionado con su nombre OMAR.
Ese vocablo que la gente infería como una expresión de respeto al hombre que su vida fue sinónimo de respeto, humildad y desprendimiento.
Ese hombre que un día llego a la VILLA FEDERAL para hacerla suya, ese hombre llamado DON OMAR y que con el correr del tiempo se transformó en EL ÚLTIMO ALCALDE.
Escribe: HORACIO FERREIRA
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